Tostadas. Huele a tostadas. Ese aroma que se escapa de las migajas de pan, un dulzor a mermelada y zumo recién exprimido.
Abro los ojos, despierto en mi cama, sola. Sin recordar si hay alguien conmigo en casa.
Dirijo mis pasos hacia la estrecha cocina. En la mesa se disponen un par de cubiertos, un vaso de zumo y unas tostadas humeantes, con un bote de mermelada de frambuesa a su lado.
No consigo descubrir al autor de esta obra. Recorro la casa en busca de su presencia. Nada. No hallo ni un solo rastro de vida humana o animal.
Decido sentarme a disfrutar de mi desayuno cuando la puerta se abre. Alguien entra en casa con el periódico, al instante le reconozco. Pelo castaño, ojos color miel y una sonrisa capaz de iluminar cualquier momento sombrío.
No recuerdo momentos pasados a su lado, ni cómo nos conocimos, pero sé una cosa de la que estoy segura. Es mi marido.
Me invade un alegría inexplicable, alcanzo a darle un beso y me sonríe. Se sienta conmigo en la mesa de la cocina a verme desayunar. No había querido despertarme, estaba tranquila, plácida, sin ninguna expresión de angustia o congoja en el rostro.
Unto suavemente las tostadas. Un sorbo de zumo. Un sabor dulce invade mis papilas, mermelada y pan.
Entonces abro los ojos y despierto en mi habitación.
Solo distingo un olor. Tostadas. Huele a tostadas.
Glo.
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